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Punto de vista del toro

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Punto de vista del toro

Existe una gran polémica entre taurinos y anti taurinos, con todo lo que conlleva de denuncias y manifestaciones. El quid está en preguntarse: ¿sufre el toro?

No todos los festejos son iguales, en algunos puede haber agresión, pero en la mayoría de las fiestas taurinas de nuestros pueblos el toro va por libre, sin ataques de los humanos que se arriesgan por el placer que produce la descarga de adrenalina ante el miedo y el peligro que supone acercarse al toro. Si acaso, ¿el toro puede sentir estrés, miedo, agobio? ¿Sabe un animal lo que es eso? ¿Puede pensar que lo usan para el espectáculo y que al final lo espera la muerte? Desde luego que no.

Los artículos sobre los toros siempre se escriben desde el punto de vista de las personas. En este he querido meterme en la piel del animal.

En las fiestas de San Juan, contemplo desde casa los toros que, mañana, tarde y madrugada, acuden a la Plaza de la Catedral. Raro es el día que no acuden. En medio de la, plaza, el toro sólo y sin ataduras, es observado por numerosas personas; algunos, osados, se arriman al astado que no sabe para qué está allí ni por qué tanto jaleo a su alrededor. Él pastaba tranquilamente en los verdes campos extremeños o andaluces, el lugar no viene al caso. De pronto, se ve separado de la manada, encerrado en un incómodo cajón de madera, subido a un camión y soltado en otro sitio, no es el campo sino un corral. Poco después, oye un ruido sordo (un disparo al aire) y le abren las puertas de la libertad; sale arropado por unos mansos que lo escoltan, como a un reo. Y corren y corren ─mansos y toro─ por las calles largas y estrechas de Coria, rodeados de gran algarabía y gentes que lo miran desde unas vallas, como cuando pasa la comitiva real.

Y de nuevo lo encierran y queda solo, y de nuevo, horas después, una puerta se abre ante él. Lo citan, lo llaman; ahora está en una plaza de tierra, rodeada de barrotes. Imposible escapar. Unos bultos ágiles lo recortan, lo engañan, y él corre detrás de ellos.

Ve cuatro puertas abiertas, huye, busca el sosiego de su campo sin hallarlo, sólo calles sin salida con suelo duro que recalienta las pezuñas, y bultos que hacen ruido y corren y lo llaman. En esa búsqueda de libertad, recorre calles y plazas del recinto amurallado. Hasta que el cansancio le abate.

Sólo cuando se queda quieto siente una descarga en un anca. Una vara larga le mete algo en sus carnes, se estremece, da un respingo y huye de allí. Por instinto, trata de escapar y sale corriendo. Se detiene para tomar aliento y una lluvia mansa, que es un bálsamo para sus carnes, le riega durante un rato. Se queda quieto, disfrutando del agua benéfica de una manguera hasta que un trapo rojo lo cita y él, de casta bravía, como el de la canción, se arranca y corre de nuevo y llega a los mismos sitios, como en un laberinto.

Ocurre, a veces, que se le pone delante un bulto y él, que es un animal, no distingue lo que es, sólo que algo entorpece el camino hacia su dehesa o, quizás, debe defenderse de aquellos que lo acosan, y arremete. Hasta que el reloj de la catedral desgrana diez campanadas. El toro oye un disparo y todo se nubla ante él.

Rosa López Casero

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